septiembre 15, 2014

Crónicas de Guerrilla Infernal 3

Macondo City
Escoria de la vida

Original Michael Carson
La enorme fila de automóviles, carros, camiones, carretas y carromatos tenía que esperarla inspección detallada de los soldados del pueblo, que buscaban evitar el contrabando y el espionaje en la ciudad que era la sede de la Revolución Marista. En dicha lenta caravana, había una carreta llena de demonios.

     ¿Los burros no pueden avanzar más rápido?
     Cállate Leñador —dijo el Perro—, las bestias no tienen la culpa.
     No me refería a estos nobles animales de carga. Su aroma me trae recuerdos. Bellos recuerdos. No, me refería a los animales que hacen la inspección.
     Ah, sí. Bueno, no podemos matarlos. Creo. No, no creo que sea una buena idea. Aunque avanzaríamos más rápido, creo —dudaba el Domador.
     No, no es buena idea. Cálmense, no quiero repetírselos —los reprendió el Perro—. Ya nos falta poco. Estoy seguro que no nos pasará nada.
     Lo mismo les dijiste a los ancianos dueños de la carreta —rió el Leñador.
     Oye, no fue mi culpa que se pusieran a gritar. Además no fui yo quien los calcinó.
     Bueno, así es la vida —el Leñador le sonrió al Perro, mientras la carreta seguía en su letanía inexorable. Todos iban montados encima de la carga, la cual estaba protegida por una manta blanca. El sol los sofocaba a todos por igual—. Por cierto, ¿Qué comerciamos en la carreta?
     Aceitunas.
     Aceitunas. Amo las aceitunas, ¿sabes? Especialmente asadas…
     Esas son las castañas.
     ¿En serio? Juraría que uno puede asar aceitunas. Sólo esperas a que la masa se ablande…
     ¿Quieren callarse, por Dios? —Ángela los miraba furiosa— Llegamos al primer punto de registro.

 Unos jovenzuelos estaban uniformados con el traje de combate color camuflaje, les hacían señas para que se detuvieran en la orilla. El Mago, quien dirigía la carreta, siguió las indicaciones de los soldados.

     ¿Objeto de la visita?
     Comercio, señor —respondió el Mago.
     ¿Carga?
     Aceitunas, señor.
     ¿Acompañantes?
     Los que ve aquí, señor.
     ¿Tanta gente para comerciar?
     Ejem, somos una familia cariñosa.
     No suenas como un campesino, ¿sabes?
     Y tú suenas como un pendejo, ¿sabías? —gritó el Leñador.
     ¡¿Cómo te atreves, chinga…?!
     Perdón, perdón, perdone a mi compadre —dijo el Mago—. Es un poco imbécil.
     Siii, perdónelo —le rogó Ángela —. Aún tenemos que vender toda esta mercadería… y con el calor que hace… —ella se desabrochó su chaqueta para que el puberto soldado pudiese ver su polera blanca, muy escotada, y mojada por el sol. El soldado se atragantó con la visión de la angelical mujer con la polera pegada a sus suculentos pechos.
     Eh, eh, claro, claro. Pueden pasar, supongo. Espero que les vaya bien.

 El Mago arrió la carreta, y los burros avanzaron con el cargamento de aceitunas y demonios.

     Ángelita, tienes que enseñarme ese movimiento de tetas que usaste, ¡fue perfecto! —dijo el Leñador.

 El Perro le puso el cañón de su pistola en la nuca. Nadie vio de dónde sacó su arma.

     Cierra tu boca de una vez, mierda. Necesito que todos estemos tranquilos para terminar la misión, ¿entendido?
     ¿Crees que le tengo miedo a tu pistolita de mierda? —el Leñador comenzó a reir.
     Si no te callas, escoria, la misión se va al carajo ¿entiendes?
     Sí, sí, oor supuesto, Perro. Seré una tumba. Pero te prometo que cuando esto termine...
—   ¿Cuándo termine que?
—   No te confíes, pendejo...

 La carreta siguió el asfalto hasta la entrada de la ciudad, hito marcado por un gran umbral de acero con las palabras BIENVENIDO A MACONDO. No mucho después lograron entrar de lleno a la ciudad. La cual, dicho sea de paso, no tenía mucho de ciudad. Las casas más nuevas se agolpaban alrededor de una gran muralla, herencia de la época colonial, que demarcaba la zona del casco histórico. Allí se dirigían para llegar hasta la Catedral. Allí mismo había otro punto de control, para dar acceso al mercado.

 Debido al conflicto anterior, el grupo se mantenía mucho más silencioso y disciplinado. El Perro había tenido que recurrir a su práctica como Inquisidor de las huestes de Belcebú. Y los demonios sintieron la represión. Pero por otra parte, la carreta logró atravesar el control y siguieron su camino. Finalmente se habían logrado infiltrar.

 Aquel lugar era una mezcla histórica. Principalmente, el espacio estaba ocupado por antiguos edificios coloniales, pequeños cités en los cuales se acomodaban muchas familias. También había edificios públicos más modernos, y algunos experimentos burgueses posmodernos, ahora reclamados por la revolución. Lo que había mucho era gente. Gente que circulaba por todas partes. Y soldados. También había muchos soldados. Pasaron por el mercado, un antiguo edificio que apenas se mantenía en pie, lleno de vendedores quienes gritaban sus productos con vehemencia, hasta que llegaron a la enorme Catedral donde vivía la niña santa que enardecía la revolución popular religiosa del pueblo.

     Mago, es tu turno —le dijo el Perro.

 El demonio entornó sus ojos. Se concentró firmemente en la Catedral.

     Perro. No siento nada.
     ¿A nadie?
     No. No siento ningún aura buena.
     Entonces donde la pue…

 Y ¡BUM! En el extremo oeste del casco histórico, una enorme explosión remeció la ciudad entera. Gritos, niños, llantos, pájaros, huían del sitio.

     Perro, está lleno de auras divinas en esa dirección.
     ¡Mierda! ¡Y justo ahora! ¿Se la habrán llevado ellos?
     No lo sé, pero siento una unidad de auras infernales también.
     ¡¿Se nos adelantaron?!
     ¿Vamos hacia allá? —preguntó ansiosamente el Perro.
     ¿Y si no está la puta santa con ellos?
     ¿Y si sigue en la Catedral? —preguntó el Domador
     Tendremos que separarnos —dictaminó el Perro—. Leñador y Domador, ustedes se van a pelear con los angelitos y demonios. El resto inspeccionaremos la Catedral. El Mago mantendrá un mínimo de comunicación telepática. ¡Muévanse mierda!

Los demonios se separaron corriendo. Dejaron la carreta de aceitunas abandonada en medio de la ciudad condenada.

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つつく

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