Escribe un texto de 30
líneas, ejecutando el mismo ejercicio de Clemente Palma. El objeto literario
será esto (el profesor apunta un agujero minúsculo en la pared).
“Es un agujero”, me
dije, “tan sólo un agujero”, pero era incapaz de no mirarlo. Me dolía recordar
cómo había llegado a la pared; yo seguía recostado en mi cama, observando el
agujero en la pared, tan pequeño y tan negro.
Un agujero obsesivo
que atraía el resto de la pared a su infinitud. Su oscuridad contrastaba con la
pared blanquecina, más allá de su horizonte de sucesos. Era como una marca de
mi culpabilidad, un castigo de los dioses.
Lo intenté tapar con
un cuadro, pero este se negaba a mantenerse en su lugar. Usé cinta adhesiva, la
cual sin embargo voló sin pedirme permiso. Quise parcharlo con pasta muro, pero
esta se escurrió cobardemente del agujero. Ese agujero que cada vez parecía más
grande, más horrible y amenazante.
Me mantenía plano, pensativo,
meditando como terminar con la
tridimensionalidad cóncava que había dejado en el muro. Se hacía de noche, y la
pared se oscurecía tanto como el orificio. Este crecía y crecía, absorbía mi
cuarto, engullendo con deseo lascivo toda la habitación, su habitante, y los
hechos de aquella mañana.
El agujero truncó el
espacio y el tiempo. Me sumergió en los recuerdo del objeto que lancé y que se
enterró en el muro. Abrí los ojos, asustando encendí la luz y allí seguía donde
lo había dejado: descarado y sinvergüenza, el agujero seguía riéndose de mis
cobardes intentos.
Enrabiado tomé el martillo y golpeé reiteradamente contra el
boquete. Me enceguecí, mis ojos no soportaban la desdicha de provocar un hoyo
tan irónico, tan estúpido.
El muro se
descascaraba. El agujero crecía con cada uno de mis golpes. Cuando recuperé la
razón, el objeto de mi locura me sonreía satisfecho. Ahora era enorme e
irregular. Estaba dichoso de verme derrotado. Me acurruqué frente a la muralla,
lloré al borde del agujero negro.