Macondo City
Escoria de la vida
Escoria de la vida
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Original Michael Carson |
La enorme fila de automóviles, carros, camiones, carretas y
carromatos tenía que esperarla inspección detallada de los soldados del pueblo,
que buscaban evitar el contrabando y el espionaje en la ciudad que era la sede
de la Revolución Marista. En dicha lenta caravana, había una carreta llena de
demonios.
—
¿Los burros no pueden avanzar más rápido?
—
Cállate Leñador —dijo el Perro—, las bestias no
tienen la culpa.
—
No me refería a estos nobles animales de carga.
Su aroma me trae recuerdos. Bellos recuerdos. No, me refería a los animales que
hacen la inspección.
—
Ah, sí. Bueno, no podemos matarlos. Creo. No, no
creo que sea una buena idea. Aunque avanzaríamos más rápido, creo —dudaba el
Domador.
—
No, no es buena idea. Cálmense, no quiero
repetírselos —los reprendió el Perro—. Ya nos falta poco. Estoy seguro que no
nos pasará nada.
—
Lo mismo les dijiste a los ancianos dueños de la
carreta —rió el Leñador.
—
Oye, no fue mi culpa que se pusieran a gritar.
Además no fui yo quien los calcinó.
—
Bueno, así es la vida —el Leñador le sonrió al
Perro, mientras la carreta seguía en su letanía inexorable. Todos iban montados
encima de la carga, la cual estaba protegida por una manta blanca. El sol los
sofocaba a todos por igual—. Por cierto, ¿Qué comerciamos en la carreta?
—
Aceitunas.
—
Aceitunas. Amo las aceitunas, ¿sabes?
Especialmente asadas…
—
Esas son las castañas.
—
¿En serio? Juraría que uno puede asar aceitunas.
Sólo esperas a que la masa se ablande…
—
¿Quieren callarse, por Dios? —Ángela los miraba
furiosa— Llegamos al primer punto de registro.
Unos jovenzuelos
estaban uniformados con el traje de combate color camuflaje, les hacían señas
para que se detuvieran en la orilla. El Mago, quien dirigía la carreta, siguió
las indicaciones de los soldados.
—
¿Objeto de la visita?
—
Comercio, señor —respondió el Mago.
—
¿Carga?
—
Aceitunas, señor.
—
¿Acompañantes?
—
Los que ve aquí, señor.
—
¿Tanta gente para comerciar?
—
Ejem, somos una familia cariñosa.
—
No suenas como un campesino, ¿sabes?
—
Y tú suenas como un pendejo, ¿sabías? —gritó el
Leñador.
—
¡¿Cómo te atreves, chinga…?!
—
Perdón, perdón, perdone a mi compadre —dijo el
Mago—. Es un poco imbécil.
—
Siii, perdónelo —le rogó Ángela —. Aún tenemos
que vender toda esta mercadería… y con el calor que hace… —ella se desabrochó
su chaqueta para que el puberto soldado pudiese ver su polera blanca, muy
escotada, y mojada por el sol. El soldado se atragantó con la visión de la
angelical mujer con la polera pegada a sus suculentos pechos.
—
Eh, eh, claro, claro. Pueden pasar, supongo.
Espero que les vaya bien.
El Mago arrió la
carreta, y los burros avanzaron con el cargamento de aceitunas y demonios.
—
Ángelita, tienes que enseñarme ese movimiento de
tetas que usaste, ¡fue perfecto! —dijo el Leñador.
El Perro le puso el
cañón de su pistola en la nuca. Nadie vio de dónde sacó su arma.
—
Cierra tu boca de una vez, mierda. Necesito que
todos estemos tranquilos para terminar la misión, ¿entendido?
—
¿Crees que le tengo miedo a tu pistolita de
mierda? —el Leñador comenzó a reir.
—
Si no te callas, escoria, la misión se va al
carajo ¿entiendes?
—
Sí, sí, oor supuesto, Perro. Seré una tumba. Pero te prometo que cuando esto termine...
— ¿Cuándo termine que?
— No te confíes, pendejo...
La carreta siguió el
asfalto hasta la entrada de la ciudad, hito marcado por un gran umbral de acero
con las palabras BIENVENIDO A MACONDO. No mucho después lograron entrar de
lleno a la ciudad. La cual, dicho sea de paso, no tenía mucho de ciudad. Las
casas más nuevas se agolpaban alrededor de una gran muralla, herencia de la
época colonial, que demarcaba la zona del casco histórico. Allí se dirigían
para llegar hasta la Catedral. Allí mismo había otro punto de control, para dar
acceso al mercado.
Debido al conflicto
anterior, el grupo se mantenía mucho más silencioso y disciplinado. El Perro
había tenido que recurrir a su práctica como Inquisidor de las huestes de
Belcebú. Y los demonios sintieron la represión. Pero por otra parte, la carreta
logró atravesar el control y siguieron su camino. Finalmente se habían logrado
infiltrar.
Aquel lugar era una
mezcla histórica. Principalmente, el espacio estaba ocupado por antiguos
edificios coloniales, pequeños cités
en los cuales se acomodaban muchas familias. También había edificios públicos
más modernos, y algunos experimentos burgueses posmodernos, ahora reclamados
por la revolución. Lo que había mucho era gente. Gente que circulaba por todas
partes. Y soldados. También había muchos soldados. Pasaron por el mercado, un
antiguo edificio que apenas se mantenía en pie, lleno de vendedores quienes
gritaban sus productos con vehemencia, hasta que llegaron a la enorme Catedral
donde vivía la niña santa que enardecía la revolución popular religiosa del
pueblo.
—
Mago, es tu turno —le dijo el Perro.
El demonio entornó
sus ojos. Se concentró firmemente en la Catedral.
—
Perro. No siento nada.
—
¿A nadie?
—
No. No siento ningún aura buena.
—
Entonces donde la pue…
Y ¡BUM! En el extremo
oeste del casco histórico, una enorme explosión remeció la ciudad entera.
Gritos, niños, llantos, pájaros, huían del sitio.
—
Perro, está lleno de auras divinas en esa
dirección.
—
¡Mierda! ¡Y justo ahora! ¿Se la habrán llevado
ellos?
—
No lo sé, pero siento una unidad de auras
infernales también.
—
¡¿Se nos adelantaron?!
—
¿Vamos hacia allá? —preguntó ansiosamente el
Perro.
—
¿Y si no está la puta santa con ellos?
—
¿Y si sigue en la Catedral? —preguntó el Domador
—
Tendremos que separarnos —dictaminó el Perro—. Leñador
y Domador, ustedes se van a pelear con los angelitos y demonios. El resto
inspeccionaremos la Catedral. El Mago mantendrá un mínimo de comunicación
telepática. ¡Muévanse mierda!
Los demonios se separaron corriendo. Dejaron la carreta de
aceitunas abandonada en medio de la ciudad condenada.
Parte 1
Parte 2
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Parte 2
つつく
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