Los hombres cabalgaban en fila, marchando por
el Bosque Pagano, el cual se volvía cada vez más espeso e intransitable. Ramas
golpeaban sus cráneos y raíces les cortaban el paso. Sin embargo la voluntad de
Esteban no flaqueaba. Constantemente incitaba a sus sirvientes a continuar, a
pesar de la extenuante jornada.
Las
sombras devoraban lentamente el bosque cuando los hombres asustados se
detuvieron. Esteban desmontó mientras ordenaba montar un campamento y encender
una fogata. Rápidamente obedecieron a su patrón, y antes que el anocheciera
completamente, el campamento estaba listo. Los hombres congregados alrededor
del fuego contemplaban sus rostros afligidos. En torno a ellos, los ruidos del
bosque también se reunían.
— Tranquilos, muchachos. No dejen que su mente los engañe. Son
sólo sugestiones… por supuesto, ¿qué más podrían ser? Este lugar es un bosque
común y corriente.
Pero ninguno podía asegurarlo con tanta
seguridad como su patrón. De hecho, incluso a Esteban se le apretó el corazón
cuando escucharon el movimiento de las alas y las risas. La risa de un pájaro
demente. “Tué-Tué”, cantó, y todos se levantaron asustados, mirando a todos
lados, buscando al ave desgraciada. Lo único que hallaron fueron unos ojos
penetrantes en la oscuridad. Siluetas, seres extraños que los asechaban lejos
del fuego. Murmuraban y reían.
Algunos hombres desenfundaron sus escopetas,
apuntando a visiones incorpóreas. Dispararon, gritaron, maldijeron, pero las sombras
no se inmutaban. Un viento enorme los empujó de todas direcciones, y el fuego
se apagó, dejándolos a oscuras, indefensos. Las tinieblas reinaron en el
bosque, para perdición de Esteban y sus hombres.
Los espíritus
se acercaron, sin miedo, a velocidad monótona y condescendiente ¿Qué eran esas cosas?
¿Recuerdos? ¿Demonios? Esteban veía espectros, fantasmas conocidos. Vio a su
padre gritándole, como lo hacía usualmente, le decía cobarde. Estaba el cuerpo
de su madre, mirándolo con esos ojos muertos, con su postura cadavérica. Vio a
Cintia en la cama, y una sombra idéntica a él violándola, ¡degollándola! Vio
también su cuerpo hecho pedazos, podrido y desfigurado, era su alma. Aquellos
demonios le pisaban los talones, ¡le lamían sus manos extendidas! Como ramas
afiladas, le cortaban la piel de su cara, la gota de sangre resbaló a un trozo
de suelo desconocido. Pero no. Debía alejar dichas ilusiones. Apartó la vista,
sólo para darse cuenta que sus sirvientes estaban en trances similares.
El
polen de los oscuros árboles entraba por sus narices, llegaba a sus pulmones, a
su sangre y a su cabeza. Entonces desenvainó su espada con la mano derecha, y
con la izquierda sostuvo un escapulario.
— ¡Aléjense!
¡Demonios! ¡Déjennos pasar! ¡La Cruz de Santiago se los ordena!
Pero las sombras no se retiraron. Al
contrario, Se habían acercado mucho, exhibían una amplia sonrisa entre sus colmillos. Las
flores de los árboles se abrieron sensualmente. Esteban se dio vuelta, vio que sus
hombres habían extinguido la última llama de esperanza o valor. Huyeron antes
de que Esteban pudiera recriminarles.
Se quedó solo en los escombros del campamento.
Se sintió abandonado, como un huacho en la puerta de la iglesia. El fuego de la
fogata terminó por extinguirse y los espectros no tuvieron miedo de
acercársele. Esteban tembloroso levantó su cruz hacia las bestias, pero las
cruces de Dios no espantan lo cruel. Entre risas extasiadas y frías, Esteban
perdió el conocimiento. Una mano apretaba su alma y su vida expiraba de sus
labios abiertos, de su boca agonizante.
Su cuerpo yacía sobre la tierra de hojas
viejas. Pero los espectros ya no miraban el atado de carne y nervios. Miraban
el ente espiritual que observaba la escena. Su espíritu entró en pánico cuando
contempló las figuras repugnantes y bizarras que lo rodeaban. Decubrió la apariencia
real de los seres detrás de las siluetas, y gritó con estrépito, mas creyó que
sólo los monstruos que tenía delante lo habían escuchado.
Desde el sur una figura verde llegó corriendo,
arrastrando con ella el viento y el trueno, la tierra temblaba y los árboles
gemían asustados. El ser, de líneas femeninas y exuberantes, pisó fuerte el
suelo del bosque, y bastó su presencia para intimidar a los espectros que
rodeaban al huinka. El espíritu de Esteban volvió a su cuerpo inconsciente en
una inspiración violenta, como fumando su propia alma.
Esteban por fin abrió los ojos, se incorporó
con dificultad. Lo asombró la hermosa joven
de piel morena, desnuda, cubierta por cabellos tan largos que llegaban hasta la
tierra. Parecía que no tocaba el suelo, e irradiaba una presencia grandiosa. El
viento estaba denso, mascable, de tonos azules y verdes. Las flores
avergonzadas se cerraron, ocultando el polen que antes inundaba el bosque.
Esteban pudo respirar aire puro, y sin embargo la mujer seguía ahí; no era una
ilusión.
— ¿Qué
haces en este lugar del bosque, huinka?
— ¿Qué…
quién eres tú?
— ¿Con
qué derecho me quitas a mi presa, pendeja?
Salió desde los árboles un hombre vestido con
un poncho muy raído y un sombrero de cono largo. Tenía el pelo largo y tieso,
era mestizo. Tenía la dura expresión de alguien muy enojado.
— ¿Quién
te crees para hacerme esto?
— Mi
pequeño brujito, sólo me encargo del trabajo que me encomendó Papa Antu.
— ¿Y
qué me importa él? ¿Y Por qué defiendes al patrón? ¡Déjalo morir! ¡Éste es mí
trabajo!
— No,
kalku. Vete de este bosque.
— No,
no me iré. Y no podrás salvarlos a todos. Hay algunos hombres corriendo que son
míos.
El kalku extendió su poncho, el cual creció
como alas negras. Un enorme viento aciago lo elevó, y sus carcajadas se
escucharon desde lejos en el cielo. Nuevamente Esteban y su salvadora se
quedaron a solas.
— Huinka,
yo soy la Wangulén que protege este bosque. Pero hace años que los hombres, mujeres
y machis de esta tierra, quienes me recordaban y honraban, se fueron, dejándome
débil e incapaz de cumplir mi labor. Apenas he podido salvarte hoy. Lamento que
los hombres que te acompañaban no podrán seguir con vida. Cada vez más kalkus y
wekufes entran y no salen.
— Entiendo.
— No,
no entiendes. Ni te importa mucho. También es mi deber custodiar secretos y
criminales guardados entre los árboles, pero…
— Perdón…
yo sólo he venido buscando una planta, para curar a mi esposa.
— Ya
veo, ¿qué planta es esa?
— La
llaman Kellurrosa.
— Yo
podría dártela, huinka, si me haces tú a mí un favor.
— ¿Y
cuál sería este?
Esteban comenzaba a preguntarse cuántos
favores tendría que hacer para salvar a Cintia. Pero cualquier precio la valía.
— Tú
eres el cacique de tu propio pueblo. Déjame entrar, déjame inspirar nuevamente
a los hombres y mujeres que allí habitan para que recuerden mi poder. Algunos
de ellos crecieron con mi historia, pero lo han olvidado por tu dios.
— ¿Basta
con mi permiso?
— No
es fácil ir de mundo en mundo. Además, el admapu debe ser respetado.
— De
acuerdo. Tienes mi permiso.
— Muchas
gracias, huinka.
La wangulén tocó con su dedo el suelo, y de
aquél lugar surgió un tallo, el cual creció hasta formar una flor. La
Kellurrosa surgió de la tierra. Ella la cortó y se la entregó a Esteban.
— Espero
que te sea útil. Nos vemos pronto.
Tan misteriosamente como llegó, se marchó,
dejando a Esteban con la flor y con la soledad del bosque. Agotado, Esteban
emprendió el camino de regreso. La luna llena le permitía ver a pesar de la
noche y los árboles copiosos.
No había terminado de andar la mitad del
recorrido, cuando un fuerte terremoto lo obligó a sostenerse de un árbol
cercano. El enorme movimiento sacudió el bosque, botando ramas, hojas y
árboles. Los animales corrían asustados. Esteban ya estaba demasiado cansado
para unirse al pánico forestal. Sintió un fuerte destello, y un trueno, y una
gran explosión. El aire se llenó de cenizas.
El suelo de detuvo, y Esteban siguió
caminando. Se encontró con los restos de sus sirvientes. Los hombres, buenos
huasos, yacían desangrados, cortados y sus rostros deformados. Sus cabezas
estaban torcidas, sus miembros constreñidos. El horror que vivieron hacía
pesado el aire. Una briza putrefacta terminó convenciéndolo de seguir
caminando.
Llegó a una encrucijada, un camino lo llevaba
hacia la ruca del Brujo Chandi. El otro, hacia Curaligüén. Tuvo un mal
presentimiento, así que dirigió sus pasos hacia el pueblo. El viento traía más cenizas,
además de humo y ascuas. No demoró mucho en comprobar lo que había adivinado
hace un rato.
El pueblo estaba en llamas. El volcán había
reventado. Las brasas ardientes habían volado hasta Curaligüen, y el pueblo
entero seguramente había evacuado. Lejos de los árboles pudo ver el volcán
vomitando humo y lava, truenos y relámpagos. Pensó que tal vez era mejor que
sus hombres hubiesen muerto antes de ver sus hogares ardiendo. Se preguntó si
el acuerdo que había hecho con la Wangulén los había condenado a todos. Apretó
fuerte la kellurrosa en su mano. Se dirigió a casa, en busca de su esposa.
Parte 1
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