Esteban seguía llorando al pie de la cama de su moribunda amada Cintia. Ella se desvanecía en un sueño eterno, en un milagro de
virulenta paz que terminaría cuando su envejecida mente desapareciera. Esteban
le despejaba de la cara sus largos cabellos oscuros, para observar su rostro
moreno y redondo; parecía inmortal en el mundo de los sueños.
Ellos vivían en
una mansión heredada de los padres de Esteban, ricos hacendados quienes
controlaban el pueblo de San Francisco de Curaligüén, además de varias
hectáreas de diversas plantaciones. Dicha mansión estaba finamente amueblada, adornada
por bellas estatuas, vitrales y cortinas deliciosamente bordadas, además de
bien servida por un ejército de villanos.
Afuera de la habitación, doctores y clérigos
debatían no sólo la salud de Cintia, sino también la salud mental del señor del
pueblo. Aparte del extraño mal que aquejaba a la joven señora (y sin contar los
extraños rumores que sobre ella circulaban, incluido su origen), el señor
Esteban llevaba varios días sin comer ni dormir dentro de dicha habitación, y
los sirvientes empezaban a preguntarse si su patrón no se habría vuelto loco de
pesar.
Antes de salir, un joven empleado de la casa
les explicó a los doctores la extraña petición que el señor Esteban le había
solicitado. A su vuelta del encargo, y luego de reportarse con los tratantes,
los vejestorios discutían afuera de la puerta de la habitación de la señora qué
hacer ante dicha situación.
— Estimados, no sólo las peticiones del joven Esteban son de
índole pagana y hereje, sino además carecen de todo sustento científico —dijo
uno de los doctores—, propongo que debemos hablar con el joven señor para
explicarle adecuadamente la situación…
— Si es que el “joven señor” sigue en sus cabales —objetó un
clérigo—, que Dios lo tenga en su Misericordia si el joven Esteban cae en
dichos dementes sinsentidos. Tendremos que alejarlo de sus derechos…
— Espere estimado —dijo el joven abogado de la familia—, Ud. no
puede cometer dicho atentado contra el Señor Esteban. Él ahora es el dueño de
la Hacienda, y no tiene ningún derecho a arrebatarle…
— Señor abogado, Ud. sabe bien que…
— ¡Por Dios Santo! ¿Qué es todo este cuchicheo? ¡Me tienen
harto!
Esteban había salido de la habitación mientras
ellos hablaban. Era bastante alto y tenía unas ojeras violáceas como zanjas
oscuras. Su pelo negro estaba sucio y enmarañado, y hedía debido a las largas
noches sin baño. Estaba vestido con una casaca de cuero y pantalones rojos,
llevaba una camisa blanca y unos débiles hilos de cuero formaban una corbata
larga alrededor de su cuello.
— ¿Y
bien? ¿Qué pasó con mi encargo? ¿Vendrá ese viejo o no
— No —respondió el joven sirviente, quien hasta ese momento se
había mantenido en silencio—. Dice que no saldrá del Bosque.
— ¡Pero que se ha creído! ¿Se atreve a manifestarse en contra
mía
— No, no es eso, mi señor. Dice que aunque lo quisiera, no lo
haría. No puede abandonar su ruca. Dijo que Ud. tiene que ir.
— ¿Y quiere que me arrastre hacia él?
— Dijo también que sin sacrificio las cosas no valen.
— ¿Está mal de la cabeza ese anciano?
— Eso dicen, patrón.
Se
produjo un silencio mientras los hombres se miraban incómodos.
— Mi señor —habló uno de los médicos— deberíamos discutir otro
asunto antes. No puedo permitir que se involucren charlatanes paganos…
— No es solamente sobre aquello, además, como un señor
respetable de la comunidad, no puede involucrarse…
— … el pueblo asumiría que Ud. perdió la cordura…es
— ¡¡Silencio, imbéciles!! No voy a permitir que me llamen loco
en MÍ casa. ¡Lárguense de aquí, sanguijuelas inútiles! ¡Si continúan con su
cháchara sin sentido no voy a contener mi rabia contra ustedes! ¡Márchense!
¡Ahora!
Los vejestorios salieron corriendo, incluido
el abogado familiar. Esteban entonces les pidió a sus sirvientes reunir a todo
el personal de la casa. Los reunió a todos en la sala principal.
— Voy a armar un grupo que me acompañará en la expedición. Voy
a internarme en el Bosque.
Hubo inspiraciones
de asombro y ojos asustados.
— Patrón, disculpe la infidencia, pero Ud. sabe lo peligroso que
es ese lugar. Hay rumores, dicen muchas cosas malas sobre el bosque. Dicen que
el Diablo se aparece.
— Lo sé. Pero no veo otra salida para sanar a Cintia. Voy a
necesitar a los más fuertes, mejores jinetes y mejores tiradores de entre
ustedes para el trabajo. El que sea demasiado cobarde, puede retirarse
libremente. No lo juzgaré.
Rápidamente se formó una partida de cinco
hombres. Mientras los sirvientes ensillaban los caballos, preparaban raciones,
cargaban los trabucos, se ponían abrigos y mantas; el joven Esteban tomaba un baño, se afeitaba, se preparaba para la jornada. No confiaba en el viejo brujo
que iba a visitar. De hecho, desde pequeño le tenía cierto respeto, sobre todo
por las advertencias de su madre y las viejas nanas que lo cuidaban, incluso de
su amada. Fue a la habitación de Cintia para despedirse, entonces la miró y se
preguntó: “¿Por qué dudo tanto? ¡Yo la amo! ¿Y qué importaban los peligros del
Bosque? No tenía sentido ¿tenía un mal presentimiento? Supersticiones”. En el
acto abandonó toda suerte para él, besó la frente, la mejilla, los labios de su
bella durmiente y con un gesto y una palabra se despidió de los sirvientes que
quedarían cuidando la casa.
Esteban
Uztáriz al salir afuera respiró profundamente el aire del villorrio, el viento
que provenía del campo. Él y su grupo dejaron atrás su lujoso hogar, y cabalgaron
cruzando la villa campesina, de casas pobres, de caminos de tierra y niños
sucios. Todo el pueblo los observó consternado, ellos vieron al novio de la
doncella dormida adentrarse al Bosque Pagano de San Francisco de Curaligüén.
— Patrón, ¿a dónde se va?— le preguntó un niño, con los mocos
colgándole desde su nariz.
— Primero límpiate —le ordenó—Y no, no lo sé.
Llegaron al linde del bosque temprano esa
mañana. Las copas de los árboles estaban iluminadas. Sin embargo, bajo las
ramas el ambiente era negro y sombrío, hacía tiritar de frío y miedo como un
niño frente a un monstruo. Esteban cruzó el Bosque Pagano adentrándose a lomos
de su caballo, junto con su grupo de cinco sirvientes. Estos últimos, parecían
perdidos y nerviosos. Y tenían razones para ello. El Brujo que vivía dentro del
Bosque era una figura siniestra con la cual solían asustar a los niños para que
no entrasen allí. Pero aquel hombre era real, y algunos pueblerinos recurrían a
él para negocios desagradables, o favores de amor o de venganza.
Seguían cabalgando con paso cavilante. Hombres
y caballos silenciosos, se sentían humildes en aquella oscuridad sólida, que
apenas les dejaba espacio en su mente para obligarse a sí mismos a dar un paso
más. Esteban miró detrás de los árboles. Pero la oscuridad se movía.
Donde la luz no alcanzaba, ojos lascivos los
miraban firmemente. Parecían retorcerse, relamerse, se revolvían deseosos de
las almas que acababan de entrar al bosque. Esteban empezaba a
preguntarse qué tan buena idea fue entrar en aquel lugar. Sin embargo supuso
que debía seguir. Avanzaron hasta que el bosque se abrió en un claro dónde
había una fea ruca que se caía de vieja. Había un corral donde corrían gallinas
y corderos mientras unos quiltros les ladraban a los visitantes.
— ¡Viejo!
¡Soy Esteban Uztáriz! ¡Sale, viejo de mierda!
Desde la puerta de la ruca primero vieron una
garra. Después salió un anciano de barba larga y sucia. Vestía un poncho raído,
gris de mugre y polvo. Llevaba también un sombrero puntiagudo mugroso al cual
le crecían algunas setas y enredaderas. Parecía estar rociado con un líquido
purulento de color blanco, como secreciones venenosas de hongos. Desde lejos se
podía sentir el olor dulzón que lo acompañaba, un hedor asqueroso y aturdidor.
— ¡Que
weón más amable! Pasa, pasa. Tú y tus lacayos si quieres. No tengan miedo, que
no muerdo —dijo con su voz zarrapastrosa y gutural.
— ¡Por
supuesto, viejo mugriento! Vamos, hombres, vamos.
— Tengo
nombre, ¿sabes? Me llaman Chandi.
Desmontaron, amarraron los caballos a la cerca
y caminaron hacia la ruca, donde el viejo brujo ya los esperaba sentado al
calor apestoso de la fogata. El humo escapaba por un agujero en el centro del
techo de la ruca, mientras pieles de animales muertos colgaban desde las vigas.
La casa apestaba a orina, sangre, vino y humo. Esteban y sus sirvientes
aguantaron la respiración el mayor tiempo que pudieron. Luego trataron de no
vomitar.
— Bueno,
primero que todo, debemos aclarar algo de vital importancia.
— ¿Qué
asunto es ese, Chandi? — replicó Esteban.
— Una
nimiedad. Mis honorarios.
— Creí que
los kalku no cobraban por sus
servicios.
— Ohhh, no,
algunos sí cobramos a huinkas
explotadores, dueños de la miseria de estas tierras.
— ¡¿Qué me
tratas de decir?!
— Oh jo, ¿te
enoja, acaso, la verdad? ¿Quieres que te ayude, o prefieres hacerte el
orgulloso y ofendido y retirarte indignado?
— ¿Cómo te
atreves a…?
— ¿Y bien?
Tal vez tu asunto no es tan importante, después de todo…
Esteban quedó estupefacto ante el sarcasmo del
hombre. Recuperó la compostura, y decidió mejor seguirle el juego.
— De
acuerdo, ¿cuál es tu precio?
— Oh, una
pequeñez. Verás, esta ruca no es sólo mi hogar, también es la prisión en la
cual me abandonaron. Lo único que pido es que intercedas por mi causa en la
justicia para poder circular nuevamente en el mundo de los hombres.
— ¿Eso? De
acuerdo.
— Perfecto,
perfecto. Entonces dígame, joven Uztáriz, señor de Kuraliwén. ¿Qué necesite de
este humilde anciano?
— Bueno brujo.
Necesito que cures a mi amada. Ella cayó en un sueño largo y eterno que ninguno
de mis médicos sabe curar.
Hablaron durante una hora y luego de
reflexionar un momento, Chandi estaba listo
para darles una respuesta.
— Bien,
señor. Yo no puedo ayudarte. Veras, yo no puedo salir de ese claro del bosque.
Estoy aquí confinado hace más años que los que tú has visto, y para hacer el
brebaje que puede salvar a tu consorte necesito cierta planta que no puedo ir a
buscar. Pero supongo que bien tú y tu gente podrían ir. La planta se llama
Kellurrosa. Les puedo indicar el camino, pero tendrán que seguirlo solos.
— ¿Quiere
que nos metamos más adentro del bosque? ¿Se volvió loco? —dijo uno de los
sirvientes.
— No seas
imbécil. No te dejes llevar por tus supersticiones de campesino. Iremos y
traeremos la planta infernal. Y que Dios sea mi testigo. Salvaré a Cintia. Y si
tu remedio no funciona, yo con mis propias manos te voy a matar.
Salieron de la ruca y se subieron a sus
caballos. Cabalgaron en la dirección que Chandi
les indicó. Esteban, en su inocencia, suponía que si corría lo suficientemente
rápido podría esquivar los males que el bosque escondía. Pobre hombre.
Parte 2
Parte 2
Muy intrigante el final.
ResponderEliminarEn general, me pareció una buena pieza, aunque de pronto algunos adjetivos mal puestos ("cama moribunda" -una cama no puede ser moribunda, ese es un atributo para algo animado) me sacaban de la narración. También no me quedó claro el tiempo en el que se desarrolla la historia. Tiene, ciertamente, un aire rural y de la colonia, pero de pronto aparecen duchas y palabras del español chileno contemporáneo mezcladas con un tono solemne y más "antiguo."
En mi opinión, habría que editar más los aspectos estrictamente de estilo (comas, vocativos, etc) para lograr mayor consistencia en la forma.
Por otro lado, me gusta el ritmo de tus oraciones. Hay un buen oído para eso.
Un saludo,
Emilio.
PD. Ya no hago este tipo de cosas (comentar relatos) de buena gana (por principios) pero has sido muy amable y acogedor conmigo estos días, así que considéralo una excepción, pero una gustosa. ¡Saludos!
¡Muchas gracias por darte el tiempo!
EliminarLo de cama moribunda es una imprecisión de mi parte, ahí debía haber una coma. Lo de la ducha también es una imprecisión, no sé, se me escapó el jovenzuelo del siglo XXI xD. La idea era no saturar el texto de un lenguaje muy antiguo, generar un mundo fantástico con elementos chilenos-folk. En eso estoy.
Todavía me falta mejorar mi escritura, y todos los comentarios son bienvenidos. De nuevo, ¡muchas gracias!
Na, de hecho, la coma no tiene nada que ver. Ahí lo corregí. xD
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