El
joven tenía la espada en su cintura y miraba desde la azotea de aquel alto
edificio. Con sus manos libres amasaba, dirigía la orquesta del día, movía sus
brazos como bailando con su amante. Hasta que en el horizonte se levantó el
Señor Oscuro, de sombra dominado por lo oculto de las mentes de todo, la locura
encarnada en las más tenebrosas patologías, un Señor del Miedo y de Terror,
maldad y sufrimiento, dolor.
Y sus olas putrefactas devoraban los edificios como langostas, devoraban, oscurecían, ¡mataban! Y el joven desenvainó, y con su espada bloqueó el mar, como tsunami, que hacía él venía. Entonces las olas se retorcieron como dotadas de vida. Se reagruparon para absorber al joven en un éxtasis lujurioso.
Perdido, llamó
con el Cuerno a las Águilas, de rayos de luz diluían la oscuridad entre alas y
plumas de sol devenidos en nubes tranquilas. El Señor Oscuro se había ido. Su
amada lo miraba desde el edificio de enfrente, flotando, el joven por los aires
voló hacia ella. En sus ojos negros la sombra había quedado atrapada.
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