septiembre 25, 2014

Borradores de Taller: Ejercicio 2

Escribe un texto de 30 líneas, ejecutando el mismo ejercicio de Clemente Palma. El objeto literario será esto (el profesor apunta un agujero minúsculo en la pared).

 “Es un agujero”, me dije, “tan sólo un agujero”, pero era incapaz de no mirarlo. Me dolía recordar cómo había llegado a la pared; yo seguía recostado en mi cama, observando el agujero en la pared, tan pequeño y tan negro.

 Un agujero obsesivo que atraía el resto de la pared a su infinitud. Su oscuridad contrastaba con la pared blanquecina, más allá de su horizonte de sucesos. Era como una marca de mi culpabilidad, un castigo de los dioses.

 Lo intenté tapar con un cuadro, pero este se negaba a mantenerse en su lugar. Usé cinta adhesiva, la cual sin embargo voló sin pedirme permiso. Quise parcharlo con pasta muro, pero esta se escurrió cobardemente del agujero. Ese agujero que cada vez parecía más grande, más horrible y amenazante.

 Me mantenía plano, pensativo, meditando  como terminar con la tridimensionalidad cóncava que había dejado en el muro. Se hacía de noche, y la pared se oscurecía tanto como el orificio. Este crecía y crecía, absorbía mi cuarto, engullendo con deseo lascivo toda la habitación, su habitante, y los hechos de aquella mañana.

 El agujero truncó el espacio y el tiempo. Me sumergió en los recuerdo del objeto que lancé y que se enterró en el muro. Abrí los ojos, asustando encendí la luz y allí seguía donde lo había dejado: descarado y sinvergüenza, el agujero seguía riéndose de mis cobardes intentos.

Enrabiado tomé el martillo y golpeé reiteradamente contra el boquete. Me enceguecí, mis ojos no soportaban la desdicha de provocar un hoyo tan irónico, tan estúpido.

 El muro se descascaraba. El agujero crecía con cada uno de mis golpes. Cuando recuperé la razón, el objeto de mi locura me sonreía satisfecho. Ahora era enorme e irregular. Estaba dichoso de verme derrotado. Me acurruqué frente a la muralla, lloré al borde del agujero negro.

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