mayo 31, 2011

Terror


 Juntos flotábamos en el espacio. Cientos y cientos de estrellas nos miraban en la inmensidad del vacío, ella y yo tomados de la mano, vagando en el espacio, condenados. Estábamos perdidos, yo la amaba, ella me amaba, ¿pero qué era el amor ante esa inmensidad? ¿Qué era el amor después de tantos horrores, tantos sufrimientos? ¡¿Qué era el amor después de la explosión de la nave?! ¿Qué es el amor si no podemos sentir nuestra piel a través de los trajes espaciales? Pero mi amada se alejaba de aquella locura, muriendo a través de una rasgadura de su traje, absorbida por el universo.
 Y así, flotando, me perdí del espacio y del tiempo. En ese estado, mi cuerpo arqueado y mi cabeza mirando hacia delante, una figura me quedó mirando. Y yo la miré a ella. Los rayos de un distante sol hacía que su figura destellara, ¡¿pero qué figura era esa!? Eran como burbujas centelleantes de una mente viciosa, con miles de ojos como fuego que me miraban. Y yo los miraba.
 Mis ojos abiertos de trauma ardiendo, de soledad eterna, invisibles en la densa oscuridad. Sólo un débil rayo de luz dorada toca mi frente. Un recordatorio. Un desafío. Jamás saldrás de aquí.
 Pasaron siglos en aquella posición.  Mi mente se congeló. Mi cuerpo se congeló. Aquellos ojos miraban mi mundo decadente, destruido, ruinoso. Por Dios, esos ojos eran como látigos, largos e hirientes. Destructores de todo tipo de cordura. Dinámicos; mortales. Y mi mente permaneció congelada, luego él me habló: “Sé que tu mente no soportará mucho más, pero hay una cosa que debes saber. Estás muriendo”.
 Aquello me alegró, y le sonreí. “¿Por qué sonríes ante tu muerte?” “No sonrío por eso, me alegro porque Estoy Muriendo, es decir, aún estoy vivo, y aquel pensamiento me reconforta. Quiero decir, que por lo menos no me pasaré la eternidad contemplándote”.  Quinientos siglos pasaron mientras pronunciaba aquel diálogo, siglos de eterna contemplación muda y mi mente enmudeció también. Hasta que llegó un ángel de largas alas blancas desde Arriba, y me tomó en sus brazos. “¿Quién eres tú?”-logré apenas hablar- “Tranquilo, soy la tranquila Muerte, siempre oportuna, quien te llevará donde perteneces”.
 Él me protegió con sus alas, para que la eternidad y su locura quedaran fuera en el polvo de estrellas. “Ella te está esperando”. En la lejanía aún la figura centelleaba, sus ojos seguían nuestro vuelo. Dije al fin “Adiós,"Yog-Sothoth”.
 Recuerdo el viaje sobre el tiempo como si fuera mañana, un día nubloso entre restos de seres estelares, cadáveres irreconocibles de un destello lejano. Cada tanto una pluma volaba de sus alas, cada hebra destruía el tiempo, destruía una vida. La luz se solidificó en mi mano, la oscuridad corría a mares de mi piel hacía el pasado. Retrocedíamos en mi ambigua mente contemplativa, entre el intersticio del deseo y la verdad.
El cadáver de mi amor, mi cielo nocturno estrellado, volvía a mí una mañana en que el sol dejaba ver la silueta de los restos de una nave que, a medida que regresábamos, volvía a su integridad como obra sagrada de un Dios pretérito. Mi cordura volvía regenerada en su ser, nos abrazábamos en el espectáculo de fuegos artificiales, que en retrospectiva volvían a su fulgor inicial. Pequeñas chispas, humeantes. Reaccionarios trayectos de bala que recién empiezan, nosotros estábamos corriendo. No, nunca vendimos nuestro ideales ¿haberlo hecho nos hubiera mantenido con vida? ¿Hubiéramos vestido ropas de luto en nuestras conciencias muertas, sobre nuestras vivas carnes? ¿Habría sobrevivido nuestro amor? ¿Lo hizo, al fin y al cabo? Aquel monstruo me robó el alma, él ahora vaga en el espacio. ¿Valió la pena, sacrificar la eternidad por un momento? Dios, los ojos de mi amor son sagrados, destellan en ese preciso momento. Nos besamos un momento antes, en la cafetería, antes del final de nuestra revolución. Sus ojos son hermosos, más poderosos que los de ellos. Sacrificaría mi cordura por ella. Una mañana.

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